La magia de la poesía: Eielson

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Por Esteban Couto

La magia de la poesía de Eielson está en la palabra misma y el carácter lúdico del que goza. Sólo así la imagen en carne viva expresa la entraña del poeta, confundida con azarosos juegos de ocultar y revelar detalles inexplorados del mundo en su estado natural o ficcional. Así, la mitología y literatura clásicas (léase literatura griega antigua) son el caldo de cultivo de una exploración personal del poeta a los Reinos (1944) que habitamos los seres humanos, sin darnos cuenta de aquel fantasma que reside “en el harpa y la yedra” haciendo música desde su tumba; o de aquellos libros que resguardan la sabiduría y, sin embargo, son ignorados por muchos, salvo por el azar que los acerca al ojo lector. Son pre-textos para encontrar en “Antígona” (1945), “En La Mancha” (1946) o el “Bacanal” (1946) el hilo que separa lo puramente instintivo de la lucidez prodigada por el verbo encendido (sin obviar las refulgentes reminiscencias a las figuras clásicas), con el fin de ahondar más en una atmósfera decadente, profética e incluso con atisbos de parodia.

Desde un “Doble diamante” (1947) revestido de obscenas purezas, hasta un “Mutatis mutandis” (1954) donde el hombre evoluciona más allá del cuerpo, fundiéndose con todo lo que le rodea, “Poesía escrita” de Eielson reúne una brillante producción del vate peruano desde 1944 hasta 1960, con un interesante plus de poemas visuales, poemas brevísimos e intervenciones performáticas sobre el papel.

En esta ocasión, para #LetrópolisÍgnea se ha seleccionado uno de sus emblemáticos textos de “Habitación en Roma” (1951-1954), donde se halla también “Azul ultramar”, que para mí es uno de sus poemas de largo aliento mejor logrados. “Campidoglio”, por su parte, ahonda en la soledad del poeta en su morada, en un espacio que se hace interior en el instante crucial de su vida. En una crisis existencial que halla al fin en la creación nocturna la fórmula perfecta para quitarse el peso del vacío de sí, la labor alfarera del poeta trastoca en dolor, ese dolor del “rehacer” que se vuelve finalmente consuelo ante el cúmulo de sus noches soledosas. La poesía de Eielson es del cuerpo. El cuerpo explorado refleja el cuerpo del mundo atestado de diáfanas figuras y también de roña. Pero ese cuerpo posee un alma de palabras que, más allá de la palabra viva y el acto de nombrar -más allá del ludo verbal-, se hace eterna al plasmarse como pintura en el lienzo del poema. En el cuerpo (escrito) del poema

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